CABO
POLONIO.- Si no fuera
por los teros que al atardecer ensayan vuelos rasantes como jets
enojados sobre las cabezas de las personas, uno podría pensar
que Cabo Polonio es un paraíso. Aunque tenga un solo árbol
y no haya luz ni agua corriente. Las puestas de sol son largas
y dan luces insólitas, con colores que no tienen nombre.
Los tres o cuatro barcos de pescadores descansan hasta mañana
sobre la arena clara y la ropa tendida en los patios de las casas
está siempre a punto de remontar vuelo. Pantalones, blusas
y sábanas pelean con el viento como barriletes descarriados.
El faro guiña su ojo enorme a partir de las ocho y media.
Todo es romántico y perfecto. Salvo los teros.
Geográficamente,
Cabo Polonio es una península rocosa
que se mete en el mar bravo del este uruguayo. El nombre es en
honor al capitán de
uno de los ocho barcos que naufragaron cerca de esta costa difícil. Algunos
pobladores creen que en realidad los naufragios eran provocados, para cobrar
los seguros. Otros dicen que hay oro allí abajo, cerca de las tres islas
que están enfrente. Este es un lugar donde circulan las historias.
Durante
el año viven unas setenta personas. Hay una escuelita rural con
trece chicos y un hombre con boina vasca que se llama Manuel Da Costa y llega
de vez en cuando en un carro a vender leche. La gente sale de sus guaridas
con un recipiente en la mano. El litro cuesta diez pesos uruguayos (menos de
cincuenta centavos). Chela, la señora de los panes, la usa para hacer
masas, que después vende a los turistas.
Aunque no es una isla, Polonio
vive aislado. Está a ocho km de la ruta
10, transitables en 4x4 o a caballo porque son de pura arena. Desde hace unos
años no se permite ingresar con vehículo propio. Hay que dejarlo
en un estacionamiento y subirse a un camión (Agencia El Paraíso,
0470-5386), que por poco menos de tres dólares llega al pueblo, levemente
elevado sobre una colina verde. Hay quienes se animan a caminarlos, ¡con
mochila! Tom Ackerman, suizo, de 19 años, es un ejemplo.
¿Cómo es que sólo viven setenta personas
y cada vez hay más casas? Simple. El resto son inversiones,
porque en temporada Polonio arde de turistas. Son casas desocupadas
la mayor parte del año,
que en temporada se alquilan. Algunos vienen a pasar el día, pero
muchos se quedan diez o quince en un ranchito. Enero, por ejemplo, ya está completo.
Nela Veiga tiene las llaves de varias y previene: "Que no se moleste la
gente en intentarlo: no queda nada. Para febrero, puede ser...".
En enero
o febrero, el que aparezca por aquí debe saberlo: los teros
son cosa seria. Y también son muchos. Tienen nidos en varios puntos
del pueblo y cuando uno pasa cerca, ellos arremeten contra uno. Hasta llegan
a dar un aletazo de advertencia. Recuerdo de vacaciones.
Las andanzas de El Zorro
Conversar con los nativos
es un viaje dentro del viaje de veraneo: de dónde
son, cómo llegaron, cómo es vivir en esta isla rodeada
de tierra. Un ejemplo (de los sesenta o setenta que existen): Juan Veiga,
El Zorro, tiene 81 años y una despensa. Hoy vende huevos y aspirinas
y queso, pero primero fue pescador y después, a mediados de los
años 50, se dedicó a
matar lobos a garrotazos. Tan crudo como suena. En Cabo Polonio había
una planta faenadora, que hoy está abandonada. En la zona, de
Valizas a Polonio, eran 22 faeneros. Hasta 1991, cuando se dejó de
matar. "Le
sacábamos la piel, el aceite y los órganos genitales. Alemania
era el mayor comprador y los órganos iban para China. Parece que
son afrodisíacos",
recuerda Veiga.
Ya le hicieron muchas notas y le sacaron muchas fotos.
Sabe posar y contestar. Cuenta que no cualquiera puede hacer un trabajo
así, que hay que
tener una personalidad especial para pelear con un lobo que debe pesar
500 kilos. |