La Pedrera es un lugar especial. Une
lo agreste y la fuerza del océano, con una magia que bordea
lo señorial. Tal vez ese porte esté dado por el imponente
conjunto rocoso que le da nombre, en el cual la costa se corta en
forma de acantilado. Los bancos de plaza de la rambla, colocados
mirando al mar, dan testimonio del tributo que exige esa naturaleza
severa: requiere ser mirada. Otra posible explicación para
esa impronta de linaje, puede estar en el barco hundido que se entierra
en la arena y resurge según el capricho del mar. Sea por
la razón que sea, La Pedrera da la bienvenida al visitante
con cierta indiferencia.
Es la naturaleza que está allí, desplegada
en todo su esplendor, intocada por el hombre a pesar de sus vanos
esfuerzos de rodearla de casas o de sitios para comer o divertirse
que se agrupan en su prolija calle principal o que, incluso, llegan
a aventurarse cerca de la arena. Pero siempre, detrás de
todo, está el mar y su acantilado. El veraneante debe ganárselo
con respeto, ser aceptado por el paisaje, encontrar el punto de
equilibrio en el cual pueda amoldarse a la belleza inusual de La
Pedrera. Las arenas amplias y firmes se despliegan a un lado y otro
de las rocas. Hacia La Paloma se extiende la playa del barco, dominada
por el Chatay, que exhibe sus entrañas de metal oxidado,
restos de un naufragio rodeado por el misterio.
En la dirección opuesta, la playa parece no
tener fin. No hay nada que la contenga. Simplemente se deja llevar
por el impulso de la mirada de los caminantes, que se aventuran
respetuosos ante la inmensidad de mar y playa. De vez en cuando
un vehículo 4 x 4, haciendo caso omiso a las prohibiciones
legales, deja su huella irresponsable, pero el mar y el viento se
encargan de borrarla y las arenas vuelven a tomar su aspecto de
siempre. Si se sigue caminando, un kilómetro apenas, se pueden
ver las barrancas de Punta Rubia, considerados micropaisajes peculiares
por los geógrafos. Barrancas donde la playa parece más
solitaria y el mar se enseñorea con una majestuosidad distendida.
Aquí el océano no tiene que conquistar
la roca como en la propia Pedrera; está libre ya de la tensión
de desmembrar la piedra y volverla arena. Entonces se derrama sobre
la playa, impetuoso es cierto, pero sin nada que le enfrente. Los
bañistas deben respetar ese ímpetu. A un lado el mar,
al otro el campo abierto. Así debe haber sido el paisaje
cuando lo vieron los primeros navegantes. Un poco más y el
campo se vuelve bosque en Santa Isabel. Allí termina el influjo
de La Pedrera, que comenzó bastante después de pasar
La Paloma. Ubicada en el km 277 de la Ruta 10, La Pedrera es un
sitio hecho para que el visitante vuelva una y otra vez. No es lugar
de un solo verano.
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