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Pueblos y Balnearios « Barra del Chuy

Es un tranquilo balneario con reminiscencias de pueblo del interior, extendido por unos cinco kilómetros sobre la costa atlántica y recostado a la desembocadura del arroyo limítrofe con Brasil. Una línea regular de ómnibus cubre durante todo el día los nueve kilómetros de la ciudad de Chuy.

Ofrece dos campings con cabañas, y habitaciones en el “Parador de León”. Hay abundante oferta de casas para alquilar durante la temporada. Por la forma en que creció el balneario, se puede decir que ninguna de esas viviendas está a más de 200 metros de la costa. En un par de cuadras se concentran locales de baile, gastronomía y juegos.

Una brevísima historia

Llegando a los años 50, sobre inmensos arenales, aparecieron los primeros ranchos de paja construidos a la manera del campo. Los fundadores fueron prácticamente en su totalidad habitantes del entonces pueblo Chuy.

El crecimiento explosivo se produjo cuando el legendario Samuel Priliac (propietario de la entonces única tienda por departamentos del Chuy) lanzó a la venta los terrenos del segundo fraccionamiento del lugar. Mientras regalaba sombreros y ticholos a los turistas, y les invitaba con café o caña, Samuel desplegaba los planos de la Barra en el mostrador y les ofrecía los terrenos a pagar en larguísimos plazos. En los primeros años 50 comenzaron a llegar los veraneantes de Lascano, Cebollatí, San Luis, luego de Treinta y Tres, José Pedro Varela...

En el verano 1953-54 tuvo lugar un hito “histórico” a su medida: el primer rancho con cuarto de baño interior. Porque hasta entonces, y aún por algunos años más, las construcciones tenían un “excusado” a los fondos, muchas veces sin techo: tres paredes de paja, una puerta como cuarta pared y una barrica como todo artefacto. Aquel rancho pionero en la introducción de “esas comodidades de la ciudad” fue construido por dos matrimonios: Nilo Suburú y Julieta “Nonó” Cambre, Washington García Rijo y Dolores “Lolita” Ramón. Como no existía agua corriente, los adelantados debían pagar el precio de abastecer permanentemente el inodoro y la pileta con varios baldes, sin contar el tanque para la ducha que se izaba con una polea.

La arquitectura de la Barra no ofrecía demasiadas variantes, en función de la estructura rígida de los ranchos de paja. A alguno que osó construir una casa de mampostería en la faja de los 250 metros que ocupa el grueso del balneario, el movimiento continuo de los médanos le deparó la ingrata sorpresa de que se le había ido el piso de la vivienda, y las paredes estaban partidas o sencillamente en el suelo. El más atrevido de todos fue el lascanense Weiss, quien levantó un esbelto rancho de dos pisos, enteramente de paja. Muy próximo a la costa, en el extenso arenal que separa la Barra del arroyo Chuy, la construcción resistió decenas de furiosas sudestadas, hasta que a fines de los 50 fue derribada por un rayo. También eran enteramente de paja las dos expresiones del ramo hotelero: la “Pensión Marieta” y el hotel de “Totó” Cambre. Pero éste (única construcción de la Barra sobre pilotes, como era característico en Aguas Dulces), fue también dos veces pionero. Fue el primer rancho con electricidad, provista por un generador propio. Y un galpón anexo al hotel, también íntegramente de paja, fue el primer incendio. Con el agravante de que en ese galpón había un tanque de 200 litros de nafta para el generador de electricidad. Todos los vecinos trabajaron largo rato para apagar el fuego, llevando agua desde la playa a través de una cadena de voluntarios de más de 200 metros. Y otro vecino ingresó al galpón en llamas y sacó rodando el tanque de nafta que ya estaba caliente, empujándolo con las manos. “No es nada”, decía después, con las manos vendadas. Si ese tanque hubiera permanecido unos minutos más en aquel galpón, esta historia sería muy otra.

Intrépidas familias en viaje hacia el mar

Llegar a la Barra no era sólo cuestión de querer, sino de poder. Desde Lascano hacia el norte la ruta 15 era más bien una expresión de deseos, y muchas temporadas se vieron retrasadas en espera de noticias sobre algún automovilista que hubiera logrado pasar por las proximidades de San Luis al Medio. Cuando se corría la voz de “Dio paso, dio paso”, comenzaba la travesía hacia el Atlántico. Frente a San Luis había que cruzar el río en la balsa de “Pindingo”, otro personaje legendario. La primera balsa, construida en madera de monte, se desplazaba movida por dos caballos apostados a cada lado del río, que tiraban de unas riendas de alambre en sentido contrario al desplazamiento (para cruzar hacia el norte tiraban hacia el sur y viceversa). De este modo, casi seguramente, cuando los autos esperaban en una orilla la balsa estaba en el otro, y la gurisada de Pindingo tenía que ir a buscar los caballos, engancharlos a los alambres, cruzar la balsa hacia la otra orilla, para que pudieran subir los vehículos y reemprender el viaje. La travesía del río San Luis, de unos 250 metros, no duraba nunca menos de 45 minutos. Superado el trecho San Luis – San Miguel (a menudo inundado), había que enfrentar las dificultades del camino que une la ruta 9 con la Barra, habitualmente cortado en la zona anegadiza de “las barritas” (cañadas que desembocan en el arroyo Chuy). No pocos impacientes se salieron de ruta y volcaron en el intento.

Y, al llegar al balneario, todavía se necesitaba ser muy buen conductor para llegar a casa. Como la única calle era la continuación del camino de entrada hasta la costa, los autos debían cruzar a toda velocidad la arena entre los médanos, recorriendo precarias sendas más o menos afirmadas por los escuálidos pastos y las últimas lluvias.

Ya instalados en el balneario, todos los esfuerzos se justificaban: además de los multitudinarios partidos de fútbol, un grupo de vecinos habían comprado una red de vóleibol que administraba Nilo Suburú. Para algunas decenas de fieles, la temporada comenzaba enterrando los palos que sostendrían la red en medio de fragores deportivos que alguna vez amenazaron la paz.

Por las tardes y respetando la sagrada siesta, el silencio era total. Después de almorzar, casi todos los niños del balneario (¿30, 40?) se reunían alrededor de la casa del profesor de natación, el “Mojo” Eizmendi, para ir caminando hasta el viejo puente internacional, íntegramente de madera, donde varias generaciones aprendieron a nadar entre los pilotes. Si llovía, podían jugar al futbolito en el almacén y bar El Junquito. Si se distraía la dueña, Doña Chinita, un palito en la palanca permitía que la pelota volviera a salir después de cada gol y, con una ficha por ocho pelotas, los partidos se estiraran por un largo rato y alcanzaran scores de 35 a 20.

La diversión

Por la noche, los fines de semana, no se podía faltar a los bailes en el “club”, que en realidad no era tal sino un salón explotado por el Quino Silva. Eran bailes a la luz de faroles a mantilla, con pasadiscos a cuerda y equipo de sonido a batería (“Minha terra tein palmeiras” y “Cidade maravilhosa” una y otra vez). A cada hora, el Quino anunciaba por los parlantes que se suspendía el baile por unos minutos para mojar el piso y permitir que se asentara el polvo. Sentados los bailarines, el Quino y sus familiares salían a la pista con botellas pico abajo, tapadas a medias con el pulgar; regaban el piso y el baile recomenzaba. Los bailes eran tan animados que venían incluso jóvenes del Chuy que no veraneaban en la Barra. Traían la máxima distinción en materia de atuendo: prolijamente peinados y perfumados, luciendo aquellos llaveros de cadena de oro, elegantemente vestidos de camisa con el cuello levantado sobre la nuca y pantalón largo generalmente blanco... remangado a la altura del tobillo para bailar descalzos, como correspondía a un balneario.

A fines de los 50, el Quino perdió el reinado de la noche con la llegada de don Miguel de León, que comenzó la construcción de un “hotel y parador” que también contó con un generador propio. Una pista al aire libre concitó la preferencia de los bailarines, con un plus: cuando no había baile, se exhibía cine de la mayor calidad. Este cronista, niño entonces, recuerda imborrablemente haber llorado sin pausa con “Vuelan las grullas” entre otras grandes obras vistas bajo las estrellas. Queda la curiosidad sobre quién pudo ser el cinéfilo que programó aquellas funciones.

Los árboles que plantó De León fueron los primeros de la Barra. Hasta entonces, la vegetación era tan escasa (algunos pastos, juncos y tamarises en los médanos) que la luz intermitente del faro de la Barra do Chui (del lado brasileño, distante unos siete kilómetros), se reflejaba en la blancura de la arena y permitía caminar de noche sin usar linterna. La escasez de vegetación y construcciones hacía que, sin barreras acústicas, hasta bien entrados los 70 el ruido del océano fuera tan intenso que muchos visitantes, poco acostumbrados a esa presencia imponente, en su primera noche despertaran aterrorizados suponiendo un maremoto.

Aquellos bailes y deportes playeros eran la única actividad social. Durante el carnaval, buena parte de los veraneantes iban a bailar al Club Social del Chuy, en automóvil o en el ómnibus rojo y blanco de “Empresa Manolo”. El primer transportista de la Barra había comenzado con un camión, dotado de dos bancos instalados a lo largo de la caja. Cuando “las barritas” no daban paso (expresión que formaba parte del lenguaje cotidiano), Manolo hacía el viaje en dos etapas: en el camión desde el Chuy hasta “las barritas”, donde los pasajeros bajaban, cruzaban como podían el trecho inundado, y desde allí seguían en carro hasta el balneario.

Lo que se llama “progreso”

A mediados de los años 60, colectas populares y donaciones permitieron a los vecinos asociarse al municipio para construir las primeras calles de balasto, luego instalar la luz, por último la carretera hacia el nuevo puente de hormigón sobre el arroyo limítrofe. Recién sobre los 70 quedaron comunicadas la Barra uruguaya y la brasileña, porque hasta entonces para ir de una a la otra había que trasladarse por la carretera uruguaya hasta la ciudad de Chuy, y volver por la carretera paralela en territorio brasileño.

A fines de los 60, se instaló la central telefónica a cargo de Dordes Cardozo. Los únicos aparatos eran los de la propia central, la Prefectura Naval y la Policía. El primer teléfono particular fue de García Rijo, lo cual hizo que aquel rancho (hoy demolido) fuera doblemente histórico.

A mediados de los 70 llegó el último adelanto, el agua corriente. El reclamo y el dinero inicial también surgieron de los pobladores. El primer problema era que, por primera vez en Uruguay, había que hacer el tendido con plastiducto. El segundo problema era que –por ser la primera vez— en Uruguay no se fabricaba ni había existencias. Como sí se fabricaba en Brasil, hubo un acuerdo generalizado en que nadie se enteraría de nada... y, “no se sabe cómo”, el plastiducto brasileño cruzó la frontera y la Barra del Chuy tuvo la primera red uruguaya en ese material.

También surgió en esa época el último elemento que identifica al balneario, a raíz del trazado definitivo de límites con Brasil. El curso del arroyo Chuy, históricamente perpendicular al océano, se había desplazado paulatinamente hacia el norte, pasaba paralelo a la costa de la Barra brasileña y terminaba desembocando varios cientos de metros al norte. Para bañarse en la playa oceánica, entonces, los habitantes del balneario brasileño debían bajar una pronunciada barranca, cruzar el arroyo por unos incómodos puentes de madera, y luego la playa propiamente que se había ensanchado. Ese pedacito de soberanía debía importar muy poco al gobierno de Brasil, de modo que las negociaciones entre ambos gobiernos determinaron que la desembocadura oficial se ubicara en un punto medio, entre la histórica y la que había decidido la naturaleza. Para forzar el nuevo trazado, los gobiernos de la época debieron construir una muralla con gigantescas piedras de las sierras de San Miguel y piezas de hormigón de cuatro patas, de esas que hacen que –caigan como caigan— siempre quede apoyada en tres patas con una vertical al piso. En aquellas épocas de enfrentamientos, cierto lugareño (perfectamente identificado por este cronista) observó que esas piezas de hormigón tenían la misma forma que las grapas de metal usadas en las manifestaciones para detener a la policía, llamadas “miguelitos” (se apoyaban en tres patas y la vertical pinchaba las ruedas de los vehículos). Maliciosamente, comenzó a referirse al muro de contención del arroyo como “los miguelitos”; y años después descubrió que mucha gente se apropió del nombre, probablemente sin conocer su origen ni saber quiénes habrán sido esos “miguelitos”.

A ese pequeño punto del planeta, poco más que arena en una esquina del Atlántico y el arroyo Chuy, vuelven cada año con extraña fidelidad los integrantes de la tercera generación. Sin duda hay balnearios incomparables en cuanto a sus atractivos paisajísticos, arquitectónicos, comerciales... Pero volvemos allí. Hijos y nietos de aquellos que cruzaron patinando sobre el barro, conteniendo la respiración en la balsa de Pindingo, nos volvemos a encontrar. Como las toninas, por algún misterio estamos allí cada año y sabemos que, si nada se atraviesa, volveremos al año siguiente.

Juan de los Palotes

Esta es una parte de la historia, tal como la recuerda este cronista invitado.
Si tienes más para agregar, hazlo aquí.

 
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